Entre nuestros ojos y los de Dios

Recuerdo que cuando era niño y jugábamos a la pelota en el barrio, a veces aparecían borrachos vagabundos, gente que no tenía un hogar y se quedaban a vernos jugar. Si algunos padres pasaban por allí y se percataban de la presencia de estos borrachitos, inmediatamente tomaban a sus hijos y, casi con un gesto de desprecio, se los llevaban.

Mi madre trabajaba mucho, y no sabía de los borrachitos, por eso mis dos hermanos y yo, a veces, íbamos a hablar con ellos. Por supuesto que por su estado de ebriedad no decían cosas coherentes, pero nos resultaba chistoso y hasta agradable conversar con ellos. Tengo memoria de un borracho al que le decían “Canastita”.

“Canastita” siempre tenía una historia nueva. Llegó a decir que era hermano de Maradona y también decía que tenía mucho dinero. Un día nos contó que su hija era reina de una fiesta nacional. Sus mentiras nos parecían demasiado exageradas. Y a veces esperábamos a “Canastita” para ver qué mentira iba a traer, pero en ocasiones lo veíamos llorar y ya no nos parecía chistoso.

Hoy me doy cuenta que sus mentiras eran en realidad sus verdades contadas de otra manera. A él le hubiera gustado tener un hermano que fuera reconocido, aunque no fuera Maradona. Él seguramente había deseado tener dinero para ayudar a su familia, aunque no fuera rico, pero sé que nunca habría estado entre sus planes ser un vagabundo.

Con toda seguridad, como cualquier padre, habría querido hacer de su hija una reina, pero estaba allí, en la calle, despertando en un lugar distinto todos los días, mendigando, sucio, con un público adulto que lo despreciaba y, como únicos amigos, los niños; sí, niños como mis hermanos y yo que crecimos sin un padre que nos cuente historias de princesas, castillos o señores acaudalados.

Han pasado más de 25 años y no he sabido de Canastita, pero lo que hoy he comprendido es que hay una diferencia muy grande entre lo que ven nuestros ojos y lo que ven los ojos de Dios:

Dios puede ver en un borracho un alma atrapada en el dolor.

En una prostituta ve una hija que no fue amada.

En un vagabundo puede ver a un hombre a quien le robaron sus sueños.

En un homosexual ve, tal vez, el trauma de una vida de rechazo.

En un ladrón puede ver un niño que todavía busca alguien que lo quiera.

En un mentiroso, alguien que por alguna razón teme decir la verdad.

Y en ti y en mí, un día pudo haber visto a simples mortales que sin Su ayuda no tendrían esperanza.

Entre nuestros ojos y los de Dios por Luis César Caballero

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